Lo más fantástico de todo, más que las ruinas, es poder ver la selva frondoza que ocultó esta ciudad maya -gigante e impresionante-. Uno se mete en el medio de la selva, para encontrar las ruinas y los monos que las custodian; se puede subir a varios de los edificios, desde donde se ve la selva en su esplendor y las cúpulas de los templos que sobresalen. Es de las cosas que hay que ver para saber bien como se siente.
Hay lugar para acampar, aunque los mosquitos no saben respetar la privacidad (acá nos enteramos: los que pican de día, dan dengue; los de la noche, paludismo: unos más generosos que los otros, no? -nos mantuvimos sanitos, no se preocupen).
El agua y nosotros
Sí, estamos en temporada de lluvias, es insoportable. Aunque nos vamos adaptando: en cada lugar suele llover aproximadamente a la misma hora, entonces uno puede preveer a que hora guardarse y evitar tener tooodo mojado aunque... siempre un pero... no sabemos bien cómo-tenemos una idea- entró agua en Jala Bien. Lo notamos por un olor desagradable que empezó a perturbar nuestro sueño estando en el Petén Itza. Cuestión, toda la moquette de "casa" (somos tan cancheros), estaba flotando en agua. Como no habíamos tenido mucho respiro, recién en Tikal pudimos sacar bien todo y dejarlo secar (hicimos una ventilada muy importante en el Lago, cuando lo notamos, pero no llegó a secar completamente).
Para completar el show (nosotros podemos ser un atractivo para los locales, sépanlo), también hicimos una colada, sí, sí, en pleno parque arqueológico nos pusimos a lavar ropa y obviamente, la colgamos al aire libre (libre de lluvia!!)
Con ropa limpia y Jala Bien seco, volvimos a Flores, a comunicarnos con el mundo y los afectos, después de aislarnos sin teléfono, sin internet y sin periódico (son días muy dificiles, muy tristes para mi, estando tan lejos...). Nos sentamos frente al mapa y fuimos descartando rutas y habilitando otras: la decisión fue seguir el plan original y tomar la carretera rumbo al sur.
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