Dormimos en la fronteriza Macará, a donde llegamos bien tarde después de un largo tramo desde Loja. Pensamos en parar antes, pero nuestro mapa nos engañó y lo que creímos un poblado para dormir, no era más que un campamento militar de frontera. Así llegamos a Macará, donde comimos en el boliche de onda donde ponían pinchos solos o con arroz y maíz. Habíamos dejado el frío y cambiamos nuestras botas por sandalias para ponernos acordes al helado que tomamos.
Bien temprano, sacudimos las sábanas e hicimos los dos kilómetros que nos separaban del paso fronterizo. Salir de Ecuador no nos demoró demasiado, pero entre migraciones y la aduana de Perú, la caída del sistema nos hizo un hueco para desayunar un estofado de chancho (sí, acá se desayuna fuerte, jeje. Fue un poquito de chancho, sobre el arroz y el maíz de rigor). Tardamos, pero finalmente tuvimos todos los papeles listos y firmados para entrar tranquilos a Perú.
Recorrimos 200 kilómetros lisos, sin montaña, sin subidas y bajadas, sin curvas, por una ruta nueva, sin baches, marcada. Un placer. Nuestra primera parada en Perú fue en Piura, donde comimos y nos informamos (en la oficina de información frente a la plaza nos dieron mapas e info de todo el país), así que decidimos ir hacia la playa a procesar la info y decidir si vamos a la selva o seguimos hacia el sur.
No nos podíamos imaginar la sorpresa que nos esperaba en Colán, una playa tranquila y fuera de temporada. En la punta más al sur de la playa estaba Rubén, un limeño con la mejor de las ondas que vino por tres meses y se quedó 30 años por esta costa. Sin conocernos, charlamos un poco y nos invitó a quedarnos en su casa de huéspedes. Nos dejó la llave y se fue a la ciudad. Encantados, nos quedamos disfrutando de su hospitalidad y descansando.